
Editorial
La envidia no es solo un sentimiento ruin; es un combustible silencioso que mueve a quienes, incapaces de brillar por mérito propio, buscan apagar la luz ajena. El burro puede disfrazarse de caballo, pero tarde o temprano rebuzna, dejando al descubierto su verdadera naturaleza.
En política, este patrón se repite con inquietante frecuencia. Hay quienes, cargados de resentimiento social, actúan en contra de sus propios orígenes. Defienden con fervor a una clase social a la que nunca pertenecerán, y que, en el fondo, siempre los ha mirado por encima del hombro. Con tal de sentirse parte, atacan las mismas herramientas que les podrían haber permitido dignificar su vida y la de los suyos: la universidad pública, la salud, la atención a la discapacidad.
Es la paradoja más amarga: representantes que, por ansias de aceptación, votan y actúan contra su gente, contra su propia clase, contra la posibilidad de romper el círculo del rechazo que los marcó. No construyen puentes; dinamitan caminos. No honran su historia; la traicionan.
Y así, en su cruzada por ser aceptados por quienes jamás los reconocerán como iguales, terminan confirmando lo que siempre quisieron negar: que no hay disfraz ni discurso capaz de ocultar el eco de un rebuzno cuando la verdadera naturaleza se impone.
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