El 9 de julio de 1853, Fray Mamerto Esquiú pronuncia su célebre sermón en defensa de la Constitución en la Catedral Basílica de Catamarca, en ocasión de la jura de la recién sancionada Carta Magna. Se entiende que el poder, en cualquiera de sus expresiones, festeje y conmemore su beatificación con fervor inversamente proporcional al que asigna a sus virtudes cívicas. A nadie, curas incluidos, puede exigírsele la perpetración de milagros para engordar legajos sacros. Es perfectamente razonable en cambio, requerir la adopción de algunos de los principios cívicos expuestos en la pieza oratoria.

El sermón de Esquiú tiene sentido fundacional. Postula el acatamiento a la Constitución como alternativa para conjurar la disolución nacional, fracasado el intento de neutralizar la anarquía con la entrega de la suma del poder público al estanciero bonaerense Juan Manuel de Rosas, cuyo proyecto había sido derrotado en Caseros por Justo José de Urquiza.

El orden español demolido casi cuatro décadas antes no encontraba reemplazo, el país no hallaba punto de equilibrio. Fuerzas centrífugas buscaban prevalecer en el caos y la violencia. El texto constitucional podía engendrar la pacificación, orienta Esquiú, pero era indispensable que las facciones en litigio “inmolaran una parte de sus libertades individuales”.

La estatura política del fraile se manifiesta en toda su magnitud en un párrafo que el clero prefiere omitir, pues demanda a la Iglesia también esa concesión a la paz social.

“Católicos: obedeced, someteos, dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. El poder civil protegía la religión, impedía la enseñanza del error, alejaba con su vibrante espada al incircunciso profanador ¿Niega ahora su decidida protección, deja al descubierto las avenidas del error, guarda su espada? Dejadle, someteos”, dice.

Desde el púlpito, desafía a su propia corporación, la enfrenta con sus contradicciones, la desenmascara: hay intereses más altos en juego.

Independizarse del yugo español había planteado el desafío de construir un país, forjar una identidad. La Constitución de 1853 iniciaba una sustracción de prerrogativas a la Iglesia que se iría profundizando con el tiempo. Esquiú lo sabe, no puede no saberlo, pero establece el orden de prioridades.

“La libertad sola, la independencia pura, no ofrecían más que el choque, disolución, nada. Pero cuando los pueblos, pasado el vértigo consiguiente a una transformación inmensa, sosegada la efervescencia de mil intereses encontrados y excitados por un hombre de la Providencia, se aúnan y levantan sobre su cabeza el libro de la ley, y vienen todos trayendo el don de sus fuerzas, e inmolando una parte de sus libertades individuales, entonces existe una creación magnífica que reboza vida, fuerza, gloria y prosperidad: entonces la vista se espacia hasta las profundidades de un lejano porvenir”, señala.

Hoy se celebra el 196º aniversario de su nacimiento, por primera vez desde que el Vaticano lo consagró beato. Es el ingrediente que se destaca en la efeméride. Sin embargo, la vigencia de los elementos laicos de su alegato resulta más significativa que sus méritos religiosos en estos tiempos de fragmentación y deterioro institucional.

No es la incertidumbre de la Independencia y el parto de un Estado nacional lo que interpela hoy al país. La Argentina está acechada por el derrumbe de las condiciones de vida, la pobreza desaforada, la exclusión, la descapitalización sostenida durante cuatro décadas.

Bien están las beatificaciones, bien está que se las festejen. Pero no son beatos lo que el país demanda. Mejor le vendría una lucidez laica como la que destelló en la Catedral de Catamarca hace 169 años.

Fuente: El Ancasti

Fuente: El Chasqui Digital

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